En el mundo audiovisual, algunos guionistas –pocos– han conseguido ver reconocida su autoría. Pienso, sobre todo, en el difunto Dennis Potter, cuyas mini series para
En el mundo del comic, es posible que Harvey Pekar, fallecido a los 70 años de edad, constituya su único equivalente, pues se empeñó en explicar su vida a través de los comics sin saber hacerlo y salió triunfante del empeño. Y no es que eligiera a un dibujante y lo tuviera toda la vida ilustrando sus historias, sino que consiguió ganar para su causa a un montón de luminarias de la historieta independiente norteamericana, incluyendo al inmenso Robert Crumb; quien, si la memoria no me falla, solo ha colaborado con otro guionista de fuste en toda su vida, el mismísimo Dios que le escribió su último libro, el Génesis.
Harvey Pekar, memorialista irónico y mordaz, podría haber optado por la literatura, pero se decantó por el comic. Tuvo una vida gris –trabajaba como oficinista en un hospital de veteranos de guerra–, pero eso no le impidió fundar el tebeo American Splendor, donde puso a tanta gente a dibujar sus neuras. En el cine tuvo la cara de Paul Giamatti, que no era tan feo como él, pero se esforzaba en parecerlo.
De forma insistente y meticulosa, Harvey Pekar convirtió su existencia –a veces triste, a menudo chusca– en una especie de work in progress cuyas alegrías, desgracias, sorpresas y extravagancias acababan, más temprano que tarde, convertidas en viñetas. Pionero del comic autobiográfico hoy día tan en boga, Pekar deja una obra inmensa gracias a la cual sus lectores le conocemos (y apreciamos) como si hubiéramos ido al colegio con él en su Cleveland natal.
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